”Yo, Uxío Pita, nacido en el Puerto de Cariño en el año 1736 y teniendo ya 70 años, quiero dejar testimonio escrito de cómo, cuándo y por qué nació nuestra Danza de Arcos, la Danza de Arcos de Cariño. Echo mano a la pluma mojada en tinta para, del mejor modo que sepa o pueda, contaros todo lo que sé sobre este baile para quienes queráis leerlo o creerlo. Si la memoria no me falla, creo que corría el año 1762. Tenía yo la edad de veintiséis años; juventud divino tesoro. Recuerdo que Galicia se encontraba sumergida en una guerra contra los portugueses y los ingleses por motivos que ni recuerdo y la verdad, ya no me interesan. De hecho, creo que ninguno de los bandos conocíamos los motivos de dicho enfrentamiento. Pues aquí estábamos nosotros, “mi bando”, en Galicia, sin comerlo ni beberlo luchando con nuestros hermanos y vecinos del sur, quienes apuesto que seguramente tampoco lo comían ni lo bebían. Qué desastre.
En aquellos tiempo de los que estoy hablando, me encontraba con el cargo de Sargento de Cubierta Principal a mis cuestas, embarcado en el Nuestra Señora del Carmen, que por cierto era un barco precioso. Xaquín lo había puesto a punto hacía tan solo dos meses y daba gusto navegar en él. Como iba diciendo, allí estábamos nosotros, mar adentro, con la única misión de avisar si percibíamos movimientos de los buques enemigos, incluso de hundirlos si fuésemos capaces de hacerlo o huir nosotros si veíamos que nuestras vidas estaban en peligro atracando nuestro barco en cualquier puerto vecino que nos permitiese hacerlo.

Las horas se nos pasaban lentas. Ya nos habíamos cansado de jugar a las cartas que Suso dibujaba y las anécdotas que Manuel del Castro nos contaba ya no eran tan graciosas cuando las había repetido por lo menos cinco veces. La tripulación estaba aburrida, cansada y muy desmotivada. Un día de esos que nos encontrábamos en altamar, eché una mirada a lo que había a mi alrededor y me dije a mi mismo: esto no puede seguir así. ¡Vaya estampa! Si supiese dibujar me entenderíais. ¿Y se supone que nosotros teníamos que defender a Galicia de los que la atacaban? Madre mía, qué inquietud. Si los portugueses llegan a aparecer en ese momento... qué iba a ser de nosotros.
Por otro lado pensé que ya habían pasado dos semanas sin que hubiese movimiento por mar. Dos largas e interminables semanas. Con ese sol de julio pegando fuerte en la espalda. Incluso se notaba la falta de brisa y de oleaje; hasta el barco se quedaba fijado al mar sin echar ancla.
Esa era una de las principales causas de mi inquietud: mis hombres. Toda mi tripulación se encontraba abatida pasada la dura mañana de trabajo, cuando el sol cogía un poco de altura en el cielo y llegábamos a la mitad del día. Parecía que les hubiesen pegado con un remo en la cabeza a los pobres. Qué estampa. Xosé de Sismundi se dormía a ratos, toqueaba. Daba un poco de miedo porque sus ojos se tornaban blancos y alguno decía que llevaba dentro al diablo, no sé si por su mal carácter o por el blanco de los ojos. Chente do Cimán estaba gordo y roncaba como un ogro, la parte donde la espalda pierde su nombre se le asomaba y Ramón del Piquete le echaba un trapo por encima para no tener que soportar esa imagen; era un chico muy escrupuloso. En la botavara, en extraño y muy difícil equilibrio, como si de un muerto se tratase, se apoyaba uno todos los días a dar cabezadas que no sé ni quién era. Ya veis más clara la causa de mi desasosiego, ¿verdad? Alguien tenía que coger las riendas y hacer algo al respeto y, por supuesto, yo asumí esa responsabilidad.
Me puse a pensar. Quería cambiar aquella situación y hacer algo que nos aportase algo más que un sueño o una pesadilla. Pensé mientras recorría la cubierta del barco de proa a popa pasando por estribor y babor. Entré en las cabinas y en los camarotes y luego llegué a la cocina. Allí estaba el cocinero, al que le llamábamos Paquiño, supongo que por su altura, quien por supuesto también dormía, como el resto. Ya tenía apartadas las sobras de lo habíamos comido para echarlas a la lumbre. Además, tenía allí apilada a un lado un poco de madera para poder encender el fuego. Recuerdo que había unas tablas cóncavas y finas, con forma de aro, que servían para que el fuego prendiese bien de manera rápida y sencilla.
Sin darme cuenta, absorto en mis pensamientos de qué hacer para salvar la situación, pisé un aro de esos que estaban allí apartados con el pié derecho y de pronto sentí un golpe en la nariz al subir hacia mí la parte opuesta del aro que acababa de pisar. Me acordé de mi hermano, el pobre se había dado un golpe al pisar el rastrillo que deja mi padre al lado del hórreo y vaya topetazo se llevó. Fue tan fuerte el golpe que me di que, con lágrimas de dolor en los ojos, loco de ira y maldiciendo en francés (idioma que había aprendido hace años con un marinero del puerto de Quiberon para este tipo de ocasiones y de este modo no tener problemas con la Santa Inquisición), cogí el aro y lo rompí en dos de un golpe contra la mesa de la cocina. Con todo este ruido desperté al cocinero, Paquiño, que intentando calmarme cogió por el otro extremo medio aro que yo tenía agarrado en una de mis manos diciéndome: “Señor Sargento, tranquilícese hombre. Ahora mismo le traigo un trapo con agua para limpiarse la sangre de la nariz.”
Yo lo miré sin decir ni una palabra y de repente, supongo que motivado por el dolor que sentía en la nariz debido al golpe, tiré del medio aro que estábamos sujetando los dos hacia mí, pero que el cocinero, por miedo, no soltaba.
Di un par de tirones un poco más suaves y repetí. Me fijé en cómo se movía el arco. Recuerdo ese momento perfectamente. Después solté mi extremo y pegué un salto de alegría. Qué cara se le quedó al cocinero. Estoy seguro de que pensaba que el golpe me había dejado medio tonto... De la cocina salí corriendo a hablar con el Segundo de a bordo para pedirle los permisos necesarios y de este modo poner en marcha la idea que se me había ocurrido para levantar el ánimo a toda la tripulación del barco. También para mantenerlos en movimiento, para poder defendernos de los portugueses o de los ingleses si era necesario.
Por suerte, para poder realizar mi idea contábamos en el barco con Andrés, un marinero que además era el típico tamborilero que llevaba su tambor a cuestas fuera a donde fuera. Ya lo veía todo más claro. Volví a la cocina y recogí todos los aros que Paquiño, el cocinero, tenía preparados para poder encender la lumbre. Partí cada aro en dos arcos y después llamé a todos los tripulantes para que nos reuniésemos en la cubierta del barco. Estaban todos un poco desconcertados, pero yo lo veía claramente. A Manolo del Furancho, el Sargento de Proa, lo puse el primero de la fila por dos razones: porque era Sargento y porque era manco del brazo izquierdo hasta el codo. Le di el primer arco y para que los demás hombres no se riesen de su muñón se lo tapé con un precioso chal de color amarillo y azul con flecos, anudado al cuello cayendo sobre el hombro izquierdo en forma de pico. Lo había comprado cuando estuvimos en Vigo para su novia. Los demás hombres portaban cada uno su arco y además cogían el arco del hombre anterior, formándose de este modo una cadena.
La falta de entusiasmo en la tripulación del barco destacaba, por eso fue que para llevar a cabo mi proyecto coloqué al final de la cadena a Brais el Peitudo,que además de ser Sargento de Popa era un hombre con un carácter fuerte y mucho coraje. Al ser el último, no había nadie más que sujetase su arco, por lo que le di un bastón de madera de menos de un metro, que estoy seguro de que aumentó el entusiasmo del resto de la tripulación. Llevábamos puestos los uniformes blancos de faena y comenzamos a caminar por la cubierta del barco con los arcos en alto pero nos dimos cuenta de que para pasar por debajo de la botavara era necesario bajarlos y con el paso de los días aprendimos a hacerlo al unísono, acompañados del ritmo del tambor de Andrés, quien por cierto estaba muy contento y animado de poder dar uso al tambor en altamar. A partir de ese momento, comenzamos a caminar todos los días durante dos horas por la cubierta del barco, que fue lo que dio lugar a los distintos pasos de baile. Cuando el primero se anclaba a un poste y los demás se acercaban en forma circular pasando por debajo de los arcos se formó el caracol. Cuando teníamos que esquivar lo que se encontraba por la cubierta del barco nació el paso de la serpiente, que simulaba además las ondas del mar.
Poco a poco fuimos creando los pasos de esta danza, que hoy en día se baila en la Procesión de la Virgen del Carmen en tierra, quedando incluso más vistosa que en la cubierta del barco. Nos reuníamos todos los días para danzar durante dos horas y de forma natural cada hombre se fue colgando un pañuelo por uno de sus extremos del pantalón. Nos servía para secarnos el sudor de la frente porque durante aquellas horas y en altamar el sol pegaba muy fuerte.
Y entonces ocurrió: la práctica que yo había impuesto y que comenzó como un ejercicio al que los marineros se veían obligados a hacer y que todos odiaban, se acabó convirtiendo en un ejercicio gratificante. Les encantaba danzar por la cubierta y realizar los pasos que habíamos inventado. Puedo afirmar que después de empezar a danzar con los arcos, no había una tripulación más en forma y decidida para el trabajo que la de Nuestra Señora del Carmen. Estábamos ágiles y motivados.


Años más tarde, un día nublado de verano, cuando ya me había jubilado y con más heridas cicatrizadas en el alma que en el cuerpo, les enseñé a los jóvenes de mi pueblo, el Puerto de Cariño, a danzar la Danza de Arcos como nosotros lo hacíamos en la cubierta del barco. Les conté esta historia si cabe con más detalles. Me aseguré de explicarles perfectamente por qué había nacido esta danza y las razones que teníamos para que perdurase, pero sé de buena fe que la memoria es floja, por eso prefiero dejarlo escrito con pluma y tinta en estas sucias hojas de papel.”
Marina Regidor